PLAZA CATALUNYA
PLAÇA CATALUNYA
Plaça Catalunya estaba a reventar
de gente. Había cientos y cientos de personas hacinadas por todos los sitios,
copando el más mínimo espacio libre. Era un día radiante, el sol brillaba con
intensidad y no se veía ni una sola nube en el cielo.
El verde de la hierba que rodea
las fuentes, aparecía de color intenso y a esas horas de la mañana, reflejaba la
luz del sol, lo que le confería un verde aún más contrastado, las flores que
crecían en la hierba, daban una nota de color aún más vivo, si eso era posible.
Las fuentes, en marcha, provocaban un pequeño arcoíris a su alrededor. Era una
visión tranquilizadora y llena de paz.
Varios autobuses de turistas,
estaban parados, con lo que no se podía ver la plaza en su totalidad, aunque si
mirabas a la derecha de los autobuses, podías ver el cúmulo de gente
moviéndose, al mirar a la izquierda, veías que el cúmulo continuaba allí.
Era un día perfecto para salir y
pasear, para inundarse de esa luz y de ese color. Dejar que la brisa de Junio,
te acariciara la cara, y notar el calor incipiente en la piel.
Todo estaba perfectamente
conjuntado, como en un cuadro que se pudiese ver en cualquier museo importante
de cualquier ciudad del mundo. Matiz de colores y perfección en todos los
sentidos.
Había cosas que un cuadro jamás
podía reflejar. Situaciones peculiares que se dan en la vida. El movimiento en
si mismo, la sensación de libertad al estar inmerso en un lugar, los múltiples
olores del mundo… en especial el hedor que emanaba de esos cientos y cientos de
personas que se movían rítmicamente en toda la plaza. Ni que decir se tiene
acerca de los brillos constantes de esos ojos blancos, carentes de vida que
nunca llegabas a saber si te estaban mirando o no.
Plaça Catalunya se había
convertido en una trampa mortal. Cualquier ser humano que estuviese vivo y que
se acercara a ese lugar, dejaría atrás lo que fue en cuestión de segundos. No
había escapatoria posible. Era tal la cantidad de esos “errantes” que cualquier
intención de salir, ir o venir era considerada, sencillamente como imposible.
Sara lo veía bien desde donde
estaba. Era una marabunta de errantes que se movía como si hiciera olas. Por
fugaz instante, en su cabeza, lo comparó con esas mareas de petróleo que se
movían flotando a son del agua, cuando había un accidente en algún petrolero y
la carga se volcaba al océano. Lo vio una vez en televisión.
De vez en cuando, una parte de
esa marea tóxica y errática, se desplazaba a toda prisa a un punto determinado.
Oía unos gritos lejanos que no le parecían humanos. Un sonido chirriante que se
le clavaba en la cabeza. Pocos segundos después, ese ruido iba disminuyendo
hasta que desaparecía. La cacería había acabado. Había estado muchas veces en
Plaza de Catalunya, pero jamás había escuchado el silencio en aquel lugar. No
había ruido alguno, salvo por los gritos que se oían de vez en cuando.
Se apartó del inmenso ventanal del
aparador de El Corte Inglés. Al darse la vuelta, vio como la gente aún discutía
y se gritaban los unos a los otros al fondo de la inmensa planta baja. Al ver a
la gente tan alterada, pensó que, al menos, los de fuera, no se machacaban
mutuamente. Ellos no discutían, no se enfadaban. Fue andando, sorteando
estantes llenos de perfumes y pintalabios. Cuando llegó a la altura de la gente
que discutía, se llevó las manos a las orejas para no oírlos. Siguió andando
lentamente hasta la parte de atrás, hasta la puerta que da a la esquina del
Carrer Fontanella. Más de lo mismo. La “marabunta” llegaba hasta bien entrada
Portal de L’angel. Era una barrera humana
Ya había estado en los ventanales
de la Ronda de Sant Pere. Ahí, hasta donde ella alcanzó a ver, el cúmulo de
errantes, llegaba casi hasta la Plaça d’Urquinaona, donde bien seguro, habría
otro grupo de aquellos que bajaría por Vía Layetana.
Pura y llanamente, estaban
rodeados. No había salida posible de aquella gigantesca tienda.
Sara volvió por la zona de la relojería
hasta la zona de perfumería. La gente seguía discutiendo sobre lo que sería
mejor hacer. Unos proponían salir en un grupo cerrado, con lo que, podrían
defenderse en 360º. A fin de cuentas, en aquella tienda se podía encontrar de
todo. Desde bates de beisbol, sartenes, cuchillos, machetes, arcos, flechas…,
podía ser una posibilidad muy aceptable, hasta que otro espetó, “¿Para ir a
dónde?, tarde o temprano tendremos que separarnos y seremos pasto de esas
bestias”. No le faltaba razón.
Otros proponían esperar hasta que
apareciese el ejército para hacer una “limpieza”. Comentaba que, seguro que
vendría para ayudarles, hasta que otro se impuso con su respuesta… “¿el mismo
ejército que ha sitiado Catalunya?”. Tampoco le faltaba razón. Si el ejército
quisiese hacer algo, como mínimo, ya se habría sabido de alguna manera, ni que
fuese invadiendo la Comunidad Autónoma para impedir el referéndum sobre la
independencia.
Uno propuso salir en pequeños
grupos que tuviesen más oportunidades de movimiento. Recordó que, en pequeños
grupos habían podido acabar con los merodeadores de dentro de la tienda. Otro
añadió que, eso estaba bien en un lugar relativamente acotado de espacio, pero
que en el exterior, si un miembro de esos pequeños grupos caía, sentenciaba al
resto. La idea también fue descartada.
Finalmente, uno propuso quedarse
dentro. Los demás se giraron y le miraron, añadiendo que fuera, tenían familia,
amigos y lugares dónde ir mejores que esa tienda. Aquel hombre les hizo
reflexionar. En un tono pacificador les expuso los hechos, tal y como él los
veía.
-
Escuchen, por favor. Estamos en El Corte Inglés.
Díganme una sola cosa que no podamos encontrar en un lugar como este. ¿Cuántos
debemos de ser aquí?... no más de cuarenta personas… quizás cincuenta. En la
planta baja tenemos un supermercado. En diferentes plantas tenemos sofás,
camas, ropa, artilugios de cocina… tenemos distracciones. Tenemos radios,
televisiones, ordenadores, teléfonos móviles por si en algún momento esos
servicios vuelven a funcionar y podemos conectar con el exterior. Tenemos armas
por si hay algún accidente. Tenemos parafarmacia. Libros, música, películas.
Para el personal hay duchas, con lo que el tema de la higiene, está más que
suplido – hizo una pequeña pausa- en cuanto a los familiares y amigos, nadie
les garantiza que hayan muerto o que sencillamente sean uno de esos. De momento
no podemos hacer nada más que esperar. Todos hemos visto que, esa gente de ahí
fuera no puede oírnos ni vernos. Parece que sólo pueden olernos. Mientras
estemos aquí dentro, no nos pueden hacer nada. Los cristales de la tienda son
blindados, con lo que es difícil que puedan entrar. Piensen bien lo que están
proponiendo. Aquí dentro podemos subsistir mucho tiempo si usamos la cabeza
para ello.
Alguien preguntó que quién era él
para dar órdenes. La respuesta fue que él no era nadie de nadie, pero que había
trabajado como seguridad del edificio durante casi diez años, con lo que se lo
conocía como la palma de la mano.
Eso tranquilizó a algunos. Otros
no querían ni oír hablar de quedarse allí dentro. La mayoría de ellos eran
padres. Padres que tenían a sus hijos en escuelas.
Sara pareció contenta de que, por
fin, alguien hablara con la sensatez suficiente como para unir más que separar.
Se preguntó si ella fuese madre, si también se quedaría dentro del edificio
sabiendo que sus hijos estaban fuera. Supuso que no, aunque no era una pregunta
que tuviese sentido en aquel momento.
Unos cuantos se decidieron al
final a salir e intentarlo. Sara los miraba y pensaba qué era lo que pasaría.
El de seguridad les dejó coger lo que quisiesen para poder defenderse, al
tiempo que les decía que se lo pensasen. No había nada que pensar. Los hijos
son los hijos y se hace todo por ellos. Cogieron bates de beisbol, machetes y todas las armas que pudieron llevar sin que
les impidiese moverse con soltura. Luego se vistieron con chaquetas de cuero.
Todos habían visto como esas cosas mordían. Con un par de chaquetas de cuero,
no podrían llegar a la piel.
Sara les miraba. Pensaba que por
más ropa que se pusieran, no pensaban en el hecho de que, aunque la lleves, si
se te echan encima muchos de esos, no puedes escapar. Todos los que iban a
salir, se pusieron cascos integrales de motoristas. Ella seguía pensando que
era mala idea. El hombre que habló sobre quedarse era mucho más realista que
esos que iban a salir. Al menos ahí, estarían seguros de momento hasta que la
cosa se arreglase.
Sara se acercó a una mujer que
estaba vestida con tres o cuatro chaquetas de cuero. Llevaba un casco blanco en
la mano y en la otra llevaba un bate de beisbol. La cogió del brazo. La mujer
se giró y la miró a los ojos.
-
Señora, yo no creo que lo que van a hacer sea
una buena idea. Ahí fuera hay muchos de esos y si no es por uno o por otro, con
la cantidad de ellos que hay, no lo van a conseguir.
La sala, que de por si estaba
bastante en silencio, enmudeció aún más. Sara siguió hablando con una
tranquilidad pasmosa.
-
Yo estoy aquí y no me voy a mover. Pienso que es
más inteligente. Porque esos de ahí fuera, no conocen nada de hijos ni de
hijas. Y si sus hijos han sobrevivido, necesitarán a unos padres vivos y no
muertos.
Las seis parejas que había en la
sala, la miraban con los ojos abiertos como platos. Se habían quedado sin habla
y totalmente inmóviles. La mujer del casco blanco la miraba sin pestañear ni un
segundo. Empezó a notar cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas. Finalmente
se agachó y se puso a la altura de Sara. Con un hilo minúsculo de voz le
preguntó quién era ella.
-
Me llamo Sara Prat Sanchez. Mi papá salió a
buscar a mi hermano al colegio. No volvió.
Al fondo de la sala, una mujer
dejó caer el casco que agarraba con su mano. El hombre de seguridad, bajó la
cabeza y la mujer que hablaba con Sara, se puso de rodillas delante de ella. El
resto, seguía de pie, sin moverse prestando toda su atención a la niña.
La pequeña empezó a contarles su
historia.
-
Papá y yo nos despertamos en la juguetería. Yo
no había ido al colegio, porque papá me había llevado al médico. Luego, íbamos
a venir aquí, porque mi hermano pequeño se llama Juan y queríamos comprarle un
juguete para su santo. Al despertar, aún había gente en el suelo y algunos se
movían y otros no. Papá me cogió de la mano y empezó a tirar de mí. A mi me
dolía la cabeza porque según me dijo él, tenía este moratón que tengo aquí. Luego,
la gente empezó a despertarse y empezamos a oír gritos y unos chillidos muy
raros. Retrocedimos un poco sin perder de vista la gente que se iba levantando.
Al final nos encontramos con una puerta y papá y yo nos metimos dentro. No se
cuanto tiempo estuvimos metidos dentro. Era una especie de almacén donde había
juegos de todo tipo. Fuera los gritos se oían más y más fuertes.
Todos seguían inmóviles
escuchando como Sara seguía hablando.
-
Los chillidos y el ruido de gente corriendo fue
cesando hasta que al final se oían más voces de gente que ese ruido. Cuando
todo parecía más calmado, papá abrió la puerta poco a poco. Cuando ya la había
abierto del todo, y yo iba a salir, me empujó hacia dentro de nuevo y me dijo
que esperase en silencio. Cerró la puerta y se fue. Un rato después, vino con
un pañuelo de cuello. Me lo ató alrededor de los ojos y me dijo que no me lo
quitara bajo ningún motivo a no ser que él me lo dijera. Me dio la mano y
empezamos a andar. Yo no veía nada, pero era como si pisara en un charco del
colegio. Había un olor raro allí.
La mujer arrodillada delante de
ella, bajó la mirada. En su cabeza, sabía que la había visto de cuerpo entero,
pero no se había fijado en ningún detalle de su vestimenta. Cuando le miró los
pies, vio que sus bambas rosas estaban manchadas de sangre. Que había coágulos
en sus calcetines blancos, ahora rojizos y que las salpicaduras, ya marrones,
llegaban casi hasta sus pequeñas rodillas.
-
Seguimos andando y oí como una puerta se cerraba
detrás de mí. Papá me quitó entonces el pañuelo. Me dijo que bajaríamos por un
ascensor muy grande y que no sería tan bonito como los otros que cogíamos
cuando veníamos aquí. Y ese ascensor era muy grande de verdad!, podían caber
cien personas o más allí dentro. Vi que tocó el cero y el ascensor empezó a
temblar y a bajar. No se en qué piso era que los chillidos y los gritos se
hicieron más fuertes. Pero pronto se fueron hacia arriba. Cuando las puertas se
abrieron estábamos en una sala muy grande. Había muchas cajas puestas unas
encima de las otras. Pero no se oía nada. Papá puso unas cajas entre las
puertas y el ascensor y dijo que el ascensor no se cerraría. Al fondo había una
puerta y fuimos hacia allí. Era de metal y muy alta. Tenía unas ventanas
redondas, pero yo no llegaba a ver. Papá miraba y su respiración se hizo más
rápida. Luego se giró hacia mí y me miró. Se puso de rodillas delante de mi y
me explicó que saldría corriendo a buscar a Toni. Toni es mi hermano pequeño.
Dijo que el colegio estaba dos calles más arriba y que si corría mucho, mucho,
llegaría para cogerle y volver conmigo. Me dijo que no tardaría. Luego se quitó
su reloj.
La niña levantó el brazo y lo
mostró. Era un reloj digital grande y circular. Los números horarios eran de
color verde y la fecha, encima de ellos, aparecía de color azul. Todos bajaron
la mirada para ver la pequeña muñeca de la niña, que con el puño cerrado, les
enseñaba orgullosa el reloj de su padre. La señora enfrente de ella le cogió el
puño y lo bajó lentamente mientras le cogía la mano. Ya no la soltó. La miró a
la cara mientras notaba como las lágrimas caían por sus mejillas. Admiraba la
manera con que la niña explicaba lo sucedido. Su serenidad superaba la de todos
los adultos juntos.
Después de mirar el reloj de su
padre, Sara continuó con su historia.
-
Yo le dije a papá que no quería quedarme sola
porque tenía miedo y él me explicó que sería solo un momento. Que no tardaría
nada y que volvería con Toni. Eso me alegró mucho. Trajo una escalera pequeña y
la puso cerca de la ventana redonda y me dijo que subiera. Cuando subí y pude
ver la carretera, me explicó que iría hasta el otro lado de la calle y luego
hacia su derecha, que giraría por la esquina y no le vería durante un ratito,
pero que pronto le vería de nuevo con Toni y que vendría a buscarme. Luego me
dijo que mirara el reloj. Y señaló los dos últimos números, que había un 22.
Dijo que cuando ahí pusiese un 45, él, Toni y yo nos iríamos a comer un helado
a la planta de arriba del todo. Dijo que todo lo que tenía que hacer era
contar. Corrió hacia dentro y volvió con una herramienta muy grande en la mano
que estaba pintada de rojo y parecía tener dientes en la punta. Luego me miró y
me dijo que estuviese muy atenta a lo que me decía. Dijo “las puertas del
ascensor no se cerrarán, si se quitan –dijo señalando a las cajas-, las puertas
se cierran en un momento y aunque el ascensor sea grande, tiene números como el
de casa… todos los números funcionan MENOS el ocho”. Me abrazó y me besó en la
mejilla. Luego me dijo que me quería mucho. No entendí lo del ocho, porque
nosotros veníamos del siete. Papa abrió la puerta y me miró de nuevo. La cerró
y salió corriendo. Yo le veía por la ventana redonda y miré el reloj de nuevo,
ahora ponía 24. Le vi correr hacia la esquina y giró y ya no le ví. Me quedé
mirando un rato. 25. Luego apareció mucha gente corriendo y chillando como los
de arriba.
La niña se calló y bajó la
cabeza. El pelo resbaló y le tapó la cara mientras al mismo tiempo levantaba su
muñeca derecha y con el dedo índice de su mano izquierda señalaba la zona de
los minutos del reloj. Todos miraron su gesto y cuando levantó de nuevo la
cabeza, tenía la expresión de un niño que no comprende lo que sucede. Después
de mirarlos a todos, se encogió de hombros y solo añadió…
-
Pero yo creo que el reloj de papá está roto,
porque desde que se fue, he visto cuatro veces el 45. Y él no ha vuelto con
Toni. Sigo esperándole, pero ya no se si va a venir o no. A ratos pienso que se
ha olvidado de mi, y que el, Toni y mama se han ido sin mi.
La gente estaba inmóvil. Nadie
decía nada. Apenas sí se oía como respiraban. Finalmente, un hombre rompió el
silencio y dijo que aunque trágico, eso no le iba a hacer cambiar de idea. Se
parapetó el casco de motorista y agarró un bate de beisbol. A él se unieron
tres más. Pero después de escuchar la historia de Sara, el resto, empezaron a
quitarse las chaquetas de cuero. La mujer que estaba delante de Sara le
preguntó al de seguridad si la planta dos era segura. El hombre respondió que
ya no quedaban plantas no seguras. Le dijo que bajo ningún motivo subiera a la
octava planta. Cogió a Sara de la mano y se fue con ella a la planta de ropa
para niños.
-
A la mierda, la historia de la mocosa es
realmente triste, pero yo voy a salir ya. Por cierto, mi nombre es Ramón
-
Yo estoy con usted. Yo me llamo Antón.
-
Y yo también. Santiago
-
Elisabeth, cuenten conmigo
-
Por favor, recapaciten, les digo que estar aquí
es del todo seguro. No salgan. Aquí tenemos de todo y en abundancia.
-
Apártese amigo – dijo Antón- si no piensa salir,
no moleste.
Todos cogieron
un bate de beisbol y añadieron cuchillos grandes de cocina. Se pusieron el
casco y se dirigieron hacia la puerta principal de la tienda. Cuando estaban a
punto de salir, Esther se giró hacia la gente en el interior de la tienda y
levantándose la visera del casco, les informó que o bien traerían ayuda o bien
informarían de la gente que estaba encerrada aquí.
El hombre de
seguridad abrió la puerta y al instante un grupo de errantes que estaba cerca
giró la cabeza arrugando sus labios y mostrando su dentadura y los ojos blancos
y brillantes. Por un momento los cuatro dudaron, pero finalmente salieron. Se
cerró la puerta tras de ellos y la gente se hacinó en los ventanales observando
la situación. Un par de errantes llegaron a la altura de los cuatro que habían
salido, pero en el momento en el que las puertas de la tienda se cerraron,
ellos pararon. Uno se quedó plantado delante de Esther. Ella se quedó inmóvil. A
través de la visera polarizada, veía la cara del ser, que se había quedado a un
palmo del casco. Aún tenía la boca abierta y sus ojos parecía que apuntaban
hacia ella. Tenía un corte que le cruzaba la cara de lado a lado, justo por
debajo de la nariz. Parte del labio le colgaba, de manera que podía ver sus dientes
por encima y por debajo del corte. Antón se acercó lentamente y la cogió por el
brazo, tirando de ella suavemente. Ella retrocedió muy lentamente. El ser de
delante, no reaccionó. Sencillamente se quedó plantado donde estaba. Poco a
poco dejó caer su cabeza hacia atrás y entró en el “sueño” que les dominaba
hasta que algo vivo les hacía despertar. Esther y Antón giraron sobre sus pies
y se acercaron hasta sus compañeros.
Los cuatro
andaban lentamente con los bates en alto. Dos delante y otros dos detrás. Sus
cabezas se movían rápido, tratando de encajar todo lo que sucedía a su
alrededor. Poco a poco llegaron hasta la carretera de la Ronda Universidad
había coches parados en medio de la calzada, pero ningún atisbo del movimiento
habitual de aquella calle. . De vez en cuando, veían a algún grupo a lo lejos
que chillaba y salía corriendo. Los cuatro imaginaban bien lo que eso quería
decir. Cruzaron la calle, para luego intentar cruzar el Paseo de Gracia en
dirección a la Plaza Universidad. El grueso de errantes estaba en la misma
plaza. Sería jodido, pero debían hacerlo.
La gente en el
interior de la tienda seguía expectante como el grupo avanzaba y empezaban a
preguntarse si realmente sería posible salir de la tienda como lo habían hecho
ellos. Desde dentro, vieron como se paraban un momento. Un murmullo recorrió la
gente de la tienda.
El casco
verde, se separó del resto y se dirigió hacia un errante que se había quedado
apartado de un grupo. Levantó el bate de beisbol y asestó un tremendo golpe en
la espalda de aquel ser, se oyó un crujido seco. Las piernas del ser tuvieron
un espasmo y la espalda de la criatura se dobló hacia atrás de forma totalmente
antinatural. Sus piernas perdieron el equilibrio y se desplomó en forma de V.
Santiago
observó como, después de partirle la columna vertebral a aquella criatura,
ningún otro ser se daba la vuelta ni prestaba la más mínima importancia a lo
que había sucedido. Éste se dio la vuelta y levantó ambos brazos para dejar
patente que, si debían pelear, los otros no se darían ni cuenta.
Definitivamente ya no era cuestión de sonido ni de vista, era cuestión de olor.
Se giró de
nuevo y pudo ver como la nuca de la criatura, que aún se movía, daba golpes
contra sus propios talones. Los brazos se movían de forma absurda, intentando
asirse a algún sitio. Santiago levantó de nuevo el bate y propinó un nuevo
golpe en la cabeza, esta estalló como un globo desparramando un amasijo de
huesos y cerebro. Ya no hubo más
movimiento.
Desde el
interior de la tienda, vieron como los cuatro corrían por Paseo de Gracia. Se
alejaban apresuradamente, hasta que por fin, desaparecieron detrás de un cumulo
de aquella gente. Alguien observó que los vio justo en el momento en el que
giraban hacia su derecha por la Gran Vía.
Sara bajaba
por las escaleras con zapatos nuevos y calcetines limpios. En su cara se intuía
una leve sonrisa. Nadie la miraba, pero ella se sentía muy feliz. Se había
cambiado el vestido que llevaba y se había puesto uno nuevo de color naranja.
Cuando estaba llegando a la planta baja, vio que toda la gente estaba reunida
en un grupo. Se paró un momento y se puso seria de nuevo. Miró a sus zapatos
nuevos y sus preciosos calcetines rosas. Se escapó de aquel mundo por un
momento y pensó lo contenta que estaría su madre si la viese vestida así. Se
había peinado y se había puesto una preciosa diadema de color caoba, que
resaltaba sobre su pelo rubio. Podía oler perfectamente la colonia que se había
puesto. Chanel blue pour enfants, decía la etiqueta. Olía a jazmín y limón. Levantó
la mirada y volvió al mundo real…
Fue entonces
cuando oyó a la gente murmurar sobre la posibilidad de una huida hacia
Collserola, cruzando la ciudad. En las montañas seguramente no habrá tanto
problema, oyó decir, ya que no hay tanta gente, y por ende, no hay tantos
muertos. Unos a favor, y otros en contra. El murmuro se convirtió en una
pequeña discusión. La discusión se alzó en una bronca. La bronca llevó a los
gritos. Todos querían tener razón, y todos se estaban equivocando a la vez.
Sara cruzó por
su lado y se acercó al ventanal de la puerta que daba a Plaza Catalunya, de
nuevo, tenía las manos sobre las orejas. Los gritos estaban fuera, y dentro.
Miró fuera y vio la masa enorme que estaba parada. Se preguntó si su familia
estaría allí en medio, formando parte de ellos. Oía los insultos detrá. Y miró
las llaves que estaban puestas en la cerradura. Las cogió y suspiró
profundamente. Giró la llave y sin prisa, abrió la puerta, salió fuera y la
cerró detrás de ella.
Los miraba
desde fuera. Nadie la vio. Aún les oía desde fuera discutir sobre el Tibidabo y
Collserola. Los gritos de dentro eran más fuertes que los que los nuevos gritos
que oía a sus espaldas ahora. Nadie reparó en ella, ni en la tristeza que
sentía.
Sara no gritó
cuando seis de esas cosas se abalanzaron sobre ella. Sencillamente cerró los
ojos. Tuvo la suerte que la primera envestida la dejó sin sentido.
COLLSEROLA
La cabaña no estaba en muy buen estado, y aunque había
invertido gran parte de sus ahorros en arreglarla, Mas Gregal, seguía estando
en mal estado. La causa principal del viento frio que se notaba dentro, eran
las ventanas. Estas, aún en su forma y material original en madera, no cerraban
bien por ningún sitio. En verano, hasta cierto punto, resultaba agradable, pero
en invierno, la cosa se complicaba. La chimenea de piedra, ayudaba, pero hasta
que no se limpiase el tiro de la misma, a veces era más un problema que una
solución. Hacía años que era una tarea pendiente, de las muchas que aún
quedaban por hacer.
Las puertas ya no eran un problema, habían sido cambiadas
por nuevas puertas de roble macizo y aislaban bien. Así mismo el techo, que
había sido reformado y aislado por completo, mantenía el frío fuera durante el
otoño y el invierno… pero las ventanas, esas malditas ventanas de madera
antigua y de cristal fino…
Su artritis no le respetaba ni por su edad ni por su
enfermedad. Era implacable con él y muchas veces, le hacía sentirse como un
muñeco de vudú en el que van clavando agujas lentamente para hacer sufrir a
alguien. Podía notarlas en cada articulación de su cuerpo, penetrando hondo
hasta llegar al fondo de la misma y quedarse inmóviles ahí dentro. El dolor era
a veces insoportable, y en esos momentos, todo lo que podía hacer era encender
la estufa, echarse en su cama, tomarse un par de antiinflamatorios y taparse
bien, esperando que la inmovilidad trajera la tranquilidad. Generalmente no era
así. El dolor disminuía, cierto, pero las agujas se quedaban dentro y tardaban
en irse.
Ya no había nadie que lo cuidara. A su izquierda, en la
cama, hacía ya años que había un vacío que quedó así una tarde de primavera de
hacía ya… años, bastantes años. La muerte jugó la última partida con su mujer y
esta perdió. La muerte no perdona a nadie, y su mujer estaba en la lista
aquella tarde, cuando su páncreas se rindió al cáncer que hacía más de un año
que la atormentaba. Ora con dolores insoportables, ora con dolores pasables…
pero siempre con dolor. Hacerse viejo la ayudó a sobrevivir más tiempo. Un
organismo lento, avanza paso a paso tanto para lo bueno como para lo malo.
Durante un tiempo, perdió parte de su cabello, sin llegar a
perderlo todo, y aunque no quería irse y dejar solo a la pareja con la que
había compartido los últimos cincuenta años de su vida, tuvo que partir. La
muerte se acercaba y ella lo sabía muy bien. Podía sentirlo dentro de sí. Cada
día, una parte de ella moría. Y cada día, esa parte se iba y la abandonaba para
siempre.
Aquella tarde comió bien, y no le dolía en exceso. Él estaba
a su lado, como cada día. Le cogía de la mano, como cada día y la echaba de
menos, como cada día. Ella lo miraba y deseaba no ser la primera en irse, para
que él no sufriese. Lo deseaba con cada célula de su cuerpo, pero no podía
hacer nada para detener lo inevitable. Se quedó dormida profundamente cuando
recibió en su vena, la dosis automática que salía del dispensador de morfina…
durmió profundamente. Al verlo, él la besó y le acarició la mejilla, como cada
día. Y como cada día, inspiró su olor. Esa fragancia personal, única e
inimitable que tenemos los seres humanos, y que como animales que somos,
sabemos distinguir y localizar muy bien.
Se sentó de nuevo y no soltó su mano. La acariciaba con
cariño, con pasión y desespero, con necesidad. Con un amor labrado durante décadas.
Ella soñaba.
Era joven y en su sueño, repetía el mismo día en que decidió
pasar el resto de su vida con aquel hombre, al que amaba aún con una pasión y
un deseo irrefrenable que no entiende de cáncer, ni de vejez ni de nada que no
sea irracional.
Soñaba. Soñaba en aquel día que hizo el amor con él por
primera vez, aquel día en el que decidió fusionar su alma con la de él
ciegamente, sin barreras ni escudos. Era el día en que vio claramente que le
profesaría una fe ciega e inequívoca. Luego pasearon por el campo, aquel
mediodía de verano, no muy caluroso, pero lo suficiente para que él fuese sin
camisa.
Soñaba en el día que se casaron. Fue el día más feliz de su
vida. Ella llevaba un vestido de color hueso, con una larga cola trabajada, la
cual sostenían seis niñas mientras ella entraba altiva en la iglesia. Esta,
abarrotada de familiares que al verla exclamaron admiración, la hicieron
sonreír tímidamente. En su sueño recordaba perfectamente el olor a vela de
dentro de la iglesia. Ese olor acre que está enganchado en todas las iglesias
del mundo que soporten cierta edad sobre sus muros. La mezcla del olor junto
con la música. El sol radiante en el exterior, se colaba por las largas
ventanas y proyectaba cientos de colores sobre el suelo y el altar. La brisa
primaveral se colaba por la puerta y refrescaba el ambiente con el olor del
verano incipiente, flores, hierba, arboles, tierra húmeda. Al fondo del pasillo
alfombrado estaba él.
Recordaba perfectamente la piel morena de su futuro marido.
Su traje oscuro hecho a medida y el pelo recién cortado y engominado. Pelo
caoba, negro profundo, que provocaba junto a su color moreno de piel, que sus
ojos verdes resaltaran aún más con la luz que se filtraba por las ventanas.
Sintió como se derretía su alma, como le flaqueaban las piernas. Era un hombre
tan guapo y tan deseado… y por fin, en una ceremonia preciosa, fusionarían sus vidas
en una sola. Tenía las manos a su espalda. No las veía, pero sabía que dejarían
de estar desnudas en poco tiempo. La miraba fijamente, pareciera que sus ojos
eran como los de una pantera negra. Calculaba, ansiaba, deseaba. Ella sabía muy
bien que ningún detalle se escapaba a sus ojos verdes.
Seguía acercándose lentamente del brazo de su padre, el cual
irradiaba felicidad. Desde buen principio, estuvo de acuerdo con el matrimonio.
No se opuso, y les dio su bendición con muchas lágrimas y abrazos. Su padre era
feliz, porque sabía que entregaba a su hija al mejor hombre, y él, ganaba un
hijo.
Avanzaron al son de la música, hasta que ella pudo sentir su
aliento a través de su velo. Entonces tuvo la certeza de su amor para siempre.
Siguió soñando.
En su sueño, ahora, ya no eran dos. Eran tres. Su pequeño
crecía rápido. Muy rápido. En la vida real, no sucede de esa forma, pero en los
sueños, puedes adelantar la película de tu vida a voluntad. Ya no era un bebé,
ya era un hombre, y acababa de licenciarse en Ciencias Políticas. Tenía un
brillante futuro por delante. Su bebe, ya mayor, también estaba enamorado. Supo
que su amor sería para siempre por esa chica italiana. Se enamoraron en la
facultad y tal y como les había pasado a sus padres, supo que quería pasar el
resto de su vida con ella. Ahora compartirían piso, vida, amor y desamor.
Viéndolos en su sueño, parecía como si ayer mismo, le estuviese
cambiando el pañal, echado sobre la cama de matrimonio. Ella sonreía, porque
era la primera vez que le tocaba hacerlo a su marido, y el olor, le molestó de
tal manera que casi se mareó. Ella reía y él también, lo intentaba, aunque le
costaba conseguirlo.
…
En el Hospital, su marido ya anciano, se había quedado
dormido en el butacón al lado de la cama donde yacía ella. Su cuerpo se rendia
poco a poco ante la enfermedad.
Ella estaba ahora de pié delante de él. Miraba como dormía.
Le seguía amando con tanta pasión y amor como el primer día. Sonrió viéndole
dormir. Cuántas veces le había observado mientras dormía… pero esta vez era
diferente, le miraba con otros ojos. Con ojos de despedida, con ojos de
añoranza. Miró hacia su derecha y se vio a si misma yaciendo en la cama. Ya no
se movía. Ya no soñaba. No era la vida, pero era algo que se asemejaba
bastante.
Entonces supo que tenía que irse. Debía irse y no podía
retrasarlo más. Le miró por última vez, y por última vez le amó como solo un
alma es capaz de amar. Porque eso es lo que era ahora. Ya no quedaba nada más
de ella que un espíritu.
Ya no dormía. Estaba echado en la cama. Un golpe seco le
despertó. Eran unos golpes rítmicos y venían de la puerta. No sabía quién podía
ser el que aporrease la puerta de esa manera, pero iría a averiguarlo tan
pronto como sus rodillas respondiesen al dolor.
Trató de incorporarse, pero le costaba demasiado. Su anciano
cuerpo se había enfriado demasiado, y el movimiento, se le antojaba una tarea
titánica. Tenía las ventanas abiertas en el comedor, ya que quería que se
ventilase el olor a hollín del salón. El olor se escapaba. Demasiadas rendijas
por donde se colaba el frio y el calor. Por donde se escapaban los olores.
Cuando finalmente las rodillas dejaron de atormentarle lo
suficiente, se puso en pie y lentamente abrió la puerta de su habitación. Los
golpes en la puerta principal aceleraron. Paso a paso, sorteó los pocos muebles
que tenía y se fue hacia la ventana. Al mirar fuera, pudo ver como la gente estaba
en la montaña. Parecía que estuviesen disfrutando del paisaje y de aquella
mañana. Miraban hacia arriba. No eran muchos excursionistas, pero había un
grupo inmóvil. Uno de ellos giró la cabeza rápidamente y le miró fijamente. Al
menos tuvo esa sensación por un segundo, hasta que vio que los ojos del
excursionista brillaban bajo la luz del sol. Entonces supo que había algo que
no iba bien. Al oír el grito agudo que el excursionista, se asustó y retrocedió
unos pasos. Cerró la ventana al mismo tiempo que observó a los otros
excursionistas girar la cabeza y gritar al unísono. Corrían a gran velocidad
hacia su ventana.
A paso lento, emprendió el camino de vuelta hacia su
habitación. Fuera, los excursionistas corrían a una velocidad que les haría
alcanzar la ventana en un santiamén. Uno de ellos corrió tan deprisa que cuando
saltó el pequeño muro que rodeaba la masía, tropezó y al caer se empotró contra
un árbol con la cabeza.
Él ya giró hacia su derecha para entrar en la habitación y
no pudo verlo.
El excursionista cayó a peso con la cabeza reventada
provocando que otro excursionista topase contra él. Este no cayó pero fue
tropezando hacia la casa y su cabeza y brazos chocaron contra la ventana,
haciéndola estallar en cientos de trozos, muchos de los cuales se clavaron en
su cara, y otros, sencillamente cortaron trozos de carne muerta. El resto
entraba por la misma ventana como una manada de lobos que persiguen a su presa,
chillando y matando cualquier tranquilidad que esa zona de la ciudad, pudiese
ofrecer. Donde quiera que fuesen, la muerte los acompañaba y formaba parte de
ellos.
El hombre había conseguido echarse de nuevo en su cama, y
como pudo, se las ingenió para trabar el respaldo de una silla con el pomo de
la puerta. Temporalmente la puerta había quedado atrancada, pero él sabía que
aquello no duraría mucho.
Temporalmente aguantaría.
Estaba echado sobre la cama en posición fetal y medio tapado
por una gruesa colcha. La puerta empezaba a ceder a los golpes de los
excursionistas que la golpeaban cada vez con más fiereza. Finalmente se tapó
por completo y esperó a que ellos se
fueran, o se cansasen, o sencillamente a despertar de esa pesadilla indeseable
en la que se encontraba metido hasta el fondo.
Debido a la tensión, no le dolía ninguna articulación. Todo
dolor punzante se había ido. Hacía muchos años que no sentía… nada. Nada de
dolor. Sus articulaciones habían recuperado un estado ya olvidado por él.
Parte de la puerta se había esfumado ya debido a los golpes,
y a medida que la puerta se rompía, el olor se intensificaba, tanto como su
furia crecía. Un par de brazos se colaban por el agujero que había dejado el
tablón que había saltado, cuando un excursionista, empecinado en entrar, había
estrellado la frente de su cabeza contra la puerta, con una ira comprimida y
descargada directamente contra esta. Fue un golpe sordo, seco, pero muy
potente, que por un segundo, ahogó el ruido que hacían el resto al aporrear la
puerta. Ahora entre el agujero, se veía un cúmulo de dientes y de bocas
ansiosas de comer. Y se veía a uno de ellos con media cara esfumada y rota, que
dibujaba una mueca deforme de la cual brotaba una papilla verdosa oscura.
Finalmente lo inevitable llegó. Una de las manos, por
casualidad, asió el respaldo de la silla y tiró de ella. Esta se separó lo
suficiente como para que en un empujón desde la otra parte de la puerta, la
silla saliera volando por los aires y se estrellara contra la pared del otro
lado de la habitación
Una tropa de excursionistas entró en la habitación y se
lanzó como uno solo, sobre la cama. Un enjambre pequeño de esos seres.
Él seguía tapado y con los ojos cerrados. Tenía miedo, pero
desde que ella le dejó, había estado muy preparado para cuando la muerte se
decidiese a recogerle. Esa cabrona no le iba a encontrar con el miedo en el
cuerpo. Tenía los ojos cerrados. En un
vano intento que el ser humano tiene desde que nace, pensaba que al cerrar los
ojos, no oiría, no sentiría, no olería. Que nada de lo que sucedía a su
alrededor puede influirle de ninguna manera. Aún con los párpados bajados notó
la luz detrás de ellos, en el universo que se extendía más allá de su cuerpo.
Fue entonces cuando lo notó. Le habían cogido y lo sabía.
Abrió los ojos y bajo el edredón estaba ella. Tan hermosa y preciosa como
cuando la conoció. Había rejuvenecido cincuenta años. A su cerebro le extrañó
que su corazón no se acelerase… la miró y sonrieron los dos. Y ya no pudo
evitar que sus lágrimas empezasen a resbalar por sus mejillas. Sus ojos verdes
se humedecieron y delante de la luz que emanaba ella, aún se tornaron más
verdes. Los cerró un segundo y notó como la mano de ella se posaba sobre su
mejilla. Hacía mucho que no tenía esa sensación de estremecimiento por un roce
o una caricia. Desde que ella se fue en aquel hospital. De nuevo lo sentía. Sentía
su olor, su calor, su amor, algo ya olvidado pero que parecía muy vivo.
El puso su mano sobre la de ella, que aún descansaba sobre
su mejilla. Y entonces lo notó. Notó el empujón dentro de él. Era como estar
montado en una montaña rusa, pero sin tanta velocidad ni impresión. Era como ir
a cámara lenta bajando por unos rápidos en un río. Algo en su interior tiraba
de él hacia fuera. Cada empujón que notaba en su interior, le provocaba una
sensación de asfixia, pero no le faltaba el aire. Podía notar el oxígeno,
aunque la sensación de respirar se desdibujaba lentamente como un trozo de
barro que se disuelve poco a poco bajo la lluvia. Por un segundo, notó como todo se paraba a su
alrededor.
Finalmente se rindió a lo que tuviese que venir. Sabía que
ya no había motivo para resistirse a la sensación de dejarse ir. Ella tomó su
mano suavemente y en un empujón final, tiró de él, que aún permanecía con los
ojos cerrados. La confusión desapareció y de repente, tal y como sucedía cuando
ella aún estaba viva, todo cobró sentido.
Ahora podía oírla, y después de muchos años, sintió su voz
muy dentro de si. La oyó perfectamente cuando le susurró que abriese los ojos.
Y los abrió lentamente.
El panorama era propio de cualquier película de terror que
se haya podido ver. Un amasijo de carne, sangre, entrañas y huesos esparcidos
por toda la cama y parte del suelo. Los excursionistas se alimentaban
ferozmente de lo que una vez fue él. Cogían trozos de carne o piel o lo que
fuese que se pudiese masticar, y como animales hambrientos se llevaban esos
trozos a la boca. La cama estaba totalmente destrozada y poco quedaba ya de ese
nórdico que le sirvió para esconderse. Su interior de plumas estaba ahora
mezclado con la sangre, parte coagulada, parte fresca. Al fondo, una chica que
iba desnuda, tenía asido un antebrazo entre sus garras. Estaba apoyada en la
pared. Sus ojos blancos, se veían grises bajo la poca luz que había en la
habitación. Masticaba con celeridad y en un mordisco ansioso, sus dientes
chocaron contra el húmero, pero lejos de
dejar de insistir, clavó más los dientes y uno de sus incisivos se
partió, provocando que su encía se resquebrajara y asomara la raíz del mismo.
Pero siguió insistiendo. Tenía el vientre muy distendido. Tanto que parecía que
estuviese embarazada. Cuando acabó con el antebrazo, se incorporó y se lanzó
hacia otro trozo que quedaba encima de la cama. Un trozo perdido de intestino.
Cuando se dobló para recogerlo, su estómago muerto, dio paso a un vómito
inmenso que se estrelló encima del mismo colchón. Su vientre se deshinchó de
golpe. Todo lo que había comido, salió de la misma manera que había entrado.
Nada estaba digerido. El olor a podredumbre se intensificó de tal manera, que
cualquier ser humano vivo en aquella habitación no hubiese podido retener nada
dentro de él. Eso no le impidió coger el trozo perdido de intestino y empezar a
masticar de nuevo.
Poco quedaba ya de él, pero aún había restos aprovechables.
Lo miró sin pena ni gloria. Realmente no le importaba lo que
estaba viendo. Aquel maltrecho cuerpo le había traicionado muchas veces y no
sentía ningún apego por él. La miró a ella. Ella le miraba exactamente con la
misma mirada con que tantas veces le había dicho “si quiero” con su corazón. La
besó. Fue un largo beso lleno de sabor y amor, de necesidad, de añoranza, de
pasión desenfrenada. Fue un beso que le evocó a una época en que los dos latían
al unísono. Un beso dueño de un ansia perdida hacía años.
Los dos entes se fusionaron en un solo “cuerpo” luminoso, y
la luz dio paso a una oscuridad repentina, donde solo existía la realidad del
mundo en el que se vivía.
Fuera, no muy lejos de ahí, otro “excursionista” chilló de
manera extremadamente aguda, lo que provocó que los que había dentro de la
casa, aún masticando y engullendo, saliesen corriendo por la misma puerta por
donde habían entrado. La velocidad a la que eran capaces de mover sus muertos
músculos era vertiginosa. Entre chillidos de ansia y de rabia atravesaron una estancia vacía de cualquier sentido.
Ya no quedaba nada ahí dentro, porque lo verdaderamente aprovechable,
se había esfumado en medio de una pasión luminosa.
Mas Gregal quedó vacía del todo y ya sin vida.
Collserola estaba plagada de
excursionistas ese dia. Casi ninguno con vida, pero lleno. Casi todos, niños
que habían salido un par de días antes, pero que ya no habían vuelto. La nube
les había pillado de excursión, de picnic, haciendo deporte o paseando por la
montaña.
La ciudad era en sí una ratonera,
pero Collserola, con todos sus caminos, árboles y desniveles, se había
convertido en un campo minado, donde cada paso que se diese, podía esconder una
zona mortal.
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